miércoles, 15 de junio de 2016

NADANDO AL DESNUDO

En el sudoeste de Capri 
encontramos una pequeña gruta desconocida 
donde no había nadie y 
la penetramos completamente 
y dejamos que nuestros cuerpos perdieran toda 
su soledad. 

Todo lo que hay de pez en nosotros 
escapó por un minuto. 
A los peces reales no les importó. 
No perturbamos su vida personal. 
Nos deslizamos tranquilamente sobre ellos 
y debajo de ellos, soltando 
burbujas de aire, pequeños 
globos blancos que ascendían 
hasta el sol junto al bote 
donde el botero italiano dormía 
con el sombrero sobre la cara. 

Un agua tan clara que se podía 
leer un libro a través de ella. 
Un agua tan viva y tan densa que se podía 
flotar apoyando el codo en ella. 
Me tendí allí como en un diván. 
Me tendí allí como si fuera 
la Odalisca roja de Matisse. 
El agua era mi extraña flor. 
Hay que imaginarse una mujer 
sin toga ni faja 
tendida sobre un sofá profundo 
como una tumba. 

Las paredes de esa gruta 
eran de todos los azules y 
dijiste: “¡Mira! Tus ojos son color mar. ¡Mira! Tus ojos 
son color cielo”. Y mis ojos se cerraron como si sintieran 
una súbita vergüenza.

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